A los pocos meses de haber parido a mi primer hijo volví a quedar embarazada.
Diecinueve años yo, y todavía presentes los abandonos anteriores.
Nos habíamos exiliado en un país vecino con mi madre y mis cuatro hermanas menores. Allá en los meses de pleno invierno hace un frío seco que yo sentía como me adormecía los dedos era como estar en el mismísimo fín del mundo.
Mi mamá pronto se fue a trabajar lejos, no me dijo dónde, me dejó al cuidado de esa manada de gurisas más mi propio hijo en ese lugar desconocido con todo el desamparo que se es capaz de soportar. No la culpo. Yo también me hubiera ido de haber tenido los medios.

Seis meses de embarazo. Me las ingenié para ocultarlo. No tenía que esforzarme demasiado. Me hacía invisible. Artilugio que aprendí a la perfección desde chiquita y que me salvó de otros sinsabores. Para todo el mundo era invisible.
No tenía ningún control médico . No sabía si era varón o mujer. Si tenía una o dos cabezas. No sabía ni siquiera qué iba a hacer con esa criatura. Lo cierto es que crecía dentro mío tan rápido como crecía el desamor que secaba los potus y opacaba al sol.
Siempre me pregunté ¿cómo hacen las mujeres bien para planear sus maternidades? tan románticas que duelen. Con sus baby showers de colores pasteles, sus ajuares con mantillas tejidas por alguna bisabuela,dando a luz en piletones de aguas cristalinas o en clínicas pulcras y relucientes mientras nosotras, las malas madres cargamos con el estigma de embarazamos para enganchar a alguien o cobrar alguna miseria del Estado. Nosotras, las de la periferia, donde las ambulancias no entran por las calles de tierra con suerte llegamos a una salita.
Cuando no, parimos en nuestras casas en condiciones insalubres, escondidas apenas acompañadas por comadres del barrio que lo único que ganan es la honra de traer a nuestras hijas e hijos a este mundo amargo.
Una noche de esas muy heladas subí por las escaleras un radiador para aplacar las bajas temperaturas . No me pareció que pesara tanto. Estaba acostumbrada a cargar peso con mis escuálidos cuarenta y cinco kilos.
Me acosté con un dolor agudo en el vientre.
En otra cama al lado de la mía mi hijo dormía profundamente. A veces lo movía para asegurarme que respirara.
“Duérmete hijo. Duérmete ya. Que viene el lobo y te comerá …”
Le cantaba la única canción de cuna que había escuchado alguna vez.
—Qué lindo es tu bebe. Tiene la piel de porcelana —Me dijo una mujer con la que compartí habitación en la maternidad donde nacieron mi hijo y la de ella el invierno pasado. Ella hacía dos días que estaba en trabajo de parto. Buscando concebir al varón dio a luz a seis mujeres. Una más y sería apadrinada por el presidente de turno? o quizá al cumplir dieciocho años salga por las noche de luna llena a cazar hombres hasta encontrar quién se enamore de ella y terminar con esa maldición.
Es cierto. Era un bebe precioso el mío. Tenía pestañas largas e infinitas. que al pestañar me hacía cosquillas en las mejillas. Tenía piel de porcelana. No como yo que de chiquita mis primas se burlaban de mi diciéndome morci. Por morcilla. Mi papá en cambio las veces que cruzamos palabra me decía:
—Ojitos tristes. Vos sos color aceituna. Como las diosas griegas.
Mi bebé nacido y querido tiene el pelo negro azabache. Eso sí que lo heredó de mí, como los ojos almendrados.

Esa noche un frío que calaba los huesos. Me acosté vestida. Antes había improvisado una especie de bolsa de agua caliente con una botella de plástico para calentar la cama que de tan fría parecía mojada. Ese recurso de la botella me lo enseñó la esposa del amante de mi mamá.
Logré dormir un rato a pesar del dolor que se hacía más intenso cada minuto. Sentía pinchazos en los pechos afiebrados como si estuvieran por reventarse. No sabía qué me pasaba. La panza se contrajo y endureció. Me levanté . Apenas logré mantenerme en pie. Así como estaba vestida me calcé como pude y bajé. Di unas vueltas a tientas por el comedor solitario. La panza dura se había encajado entre mis caderas . Me asusté mucho . Dejé prendido un incienso para proteger la casa y salí disparando con lo puesto. Sin documentos, sin nada. Un colectivo, que en ese país vecino, son como taxis compartidos, me llevó al hospital zonal.
El chofer no quiso cobrarme el viaje. Sólo me miró por el espejo retrovisor con ojos lastimosos.
Entré a ese lugar en medio de la noche. Sola con mi panza agarrándola fuerte con las dos manos para que no se me cayera, rodara por los pasillos de ese hospital y me retaran por eso.
—Qué te pasó mami?- Me dijo una enfermera mirándome de arriba abajo.
Mami. Pensé yo. Nunca más añoré tanto la compañía de mi mamá como esa noche.
—Me duele la panza— Atiné a decir.
—¿Viniste solita?
Le hice un gesto con la cabeza para contestarle que si.
La enfermera, que no me preguntó cómo me llamo, me pidió con voz aniñada que me recueste en una camilla. Me hablaba como si yo fuese tarada. En ese hospital hacía tanto frío adentro como afuera.
—A ver mami te voy a revisar un poquito quédate tranquilita que no te va a pasar nada ¿sabes?— Me decía mientras me levantaba el suéter que usaba como pijama.
Al notar la piedra que portaba como panza me pidió que me bajara el pantalón que también usaba como pijama.
Me revisó el cuello del útero y vi en su cara una mueca de espanto.
—Por qué no viniste antes? —Me preguntó la enfermera frunciendo el entrecejo —A propósito lo hiciste ¿no? Siguió levantando la voz para hacer notar que me estaba juzgando sin ningún reparo.
—Enseguida vuelvo —balbuceó y se fue corriendo. Ella también me dejó sola con mi vergüenza a cuestas.




“Qué frío hace” pensaba al tiritar en ese pasillo tan lúgubre y solitario como ese embarazo.
Al rato la enfermera volvió acompañada de un hombre vestido con un ambo azul oscuro y otra camilla pero con rueditas.
—Pasate acá mami— Me pidieron al unísono el hombre de ambo azul y la enfermera .Me pasé desnuda de la cintura para abajo a esa otra camilla.
Me trasladaron por un pasillo largo. En la mitad del recorrido había una capilla semi abandonada donde el hombre de ambo azul se paró a persignarse. Llegué a ver una especie de altar con flores de plástico y velas derretidas, en la pared colgaba un gran Jesucristo crucificado. Seguimos hasto donde supongo era era una sala de parto. Me depositaron ahí. Me dejaron un largo rato. El silencio deambulaba por todas partes, iba y venía diciéndome cosas al oido algo que no llegaba a escuchar pero que me hacían asustar.
De repente el hombre de ambo azul me preguntó:
— Pasaste por esto antes?
Yo no entendía a qué se refería. Si al abandono sistemático, si a la violencia médica o a los dolores de parto, pero ante la duda dije que sí .
Así, con la deshonra al aire, el hombre de ambo azul, me levantó las piernas con la intención de atarlas a los costados de la camilla.
Le pedí con calma que no lo hiciera. Que no iba a ser necesario que me inmovilizara de esa manera. Que iba a portarme bien. Solo necesitaba que levantara la parte de arriba para poder pujar mejor. El hombre con ademán de hombros levantó la camilla y acomodo mi mano para que me agarrara si lo necesitaba. Yo me agarré.
La enfermera volvió . Mientras hablaba con el hombre de ambo azul se colocó un guante en la mano derecha y me inspeccionó la vagina, con la mano izquierda me empujó hacia abajo la panza. Ni me miraba, se metía dentro de mi cuerpo sin aviso ni permiso.
Me dolía todo . Los huesos de mis caderas rechinaban queriéndose abrir como un capullo con todo su esplendor. Respiré largo y profundo para liberar el dolor.
¿Ay virgencita por qué tengo que pagar con sufrimiento la capacidad de gestar? Preguntaba sin cesar a la Difunta Correa la que no conocía tanto pero era a la única que podía aferrarme.
La enfermera se fue una vez más, molesta porque no podía terminar su jornada laboral. Me quedé con el hombre de ambo azul entre mis piernas listo para recibir lo que sea.
De un momento a otro hice fuerza y asomó una cabeza. Al hombre de ambo azul se le iluminaron los ojos y me miró consternado ante ese acontecimiento maravilloso.
El milagro de la vida.
Pujé otra vez con fuerza para terminar con ese embarazo no deseado y poder volver a mi casa de una vez.
Salió resbalando. El hombre recibió esa alma inocente con la emoción que se merecen quienes vienen a este mundo por primera vez y lo llevó a otra sala. No me mostró a mi hijo recién parido ni yo pedí verlo. No dije nada. No demostré sentimiento alguno.
Anestesiada por la soledad a la que me veía confinada y que aceptaba merecer por ser una desalmada que no lloraba ante semejante pérdida esperé.
Espere en silencio. Por el interior de mi cuerpo sentí deslizarse la placenta y la expulsé sin querer.
Vi pasar a una enfermera y la llamé. Ella se sorprendió al verme con las piernas abiertas sin nadie alrededor.
—¿Qué necesitas mami?— Me preguntó mirando para todos lados.
—Tengo frío— le dije.
La mujer siguió su camino sin decirme nada. Me pregunté si me habría escuchado o si solo me ignoraba.
El movimiento de gente aumentó en la sala donde me encontraba, imaginé que debería ser la mañana . Sin dirigirme ni una palabra la enfermera apurada me tiró una frazada encima y siguió.
Detrás de ella vino el hombre de ambo azul. Traía un semblante raro.
Se me acercó a la cara. Me acarició la frente un rato que se me hizo largo y logro decir con cierta congoja:
— Lo siento mucho. Tu guagua murió. Vivió una hora y media. Era un varón. Cuando comenzó a describirlo dejé de escucharlo. Solo veía sus labios moverse. Me acariciaba la frente. Ese gesto de humanidad me colmó entera y lloré.
Lloré por primera vez.
Lloré de alivio.
Lloré de culpa.
Lloré de pena.
Lloré de rabia por cada mirada inquisidora que me echaron.
Lloré por mi hijo nacido y querido de pestañas infinitas que dejé durmiendo esa noche.
Lloré por su hermano que no supe evitar ni abortar ni abrazar.
Lloré por mi mamá.
Lloré por mí.
Desde esa época tengo un llanto fácil , sin embargo ya no rindo tributo con esas lágrimas, ya no llevo fresias al cementerio.
En su lugar prendo incienso y sahumo toda mi casa con mirra y lavanda para hacer las pases con aquellos fantasmas.


Ya no llevo fresias al cementerio