LIMPIEZA NOCTURNA

Me siento en la bañera con la ducha encendida y cierro los ojos, dejo que el agua caliente se lleve la sangre, que me la despegue del cuerpo como algo que ya no me pertenece. Este es mi momento de relajación, pienso en cosas lindas. En ocasiones prendo velas y pongo música suave, pero hoy solo quiero silencio y ver cómo se escurre el agua por el desagüe.
Cuando salgo del baño, el vapor se disipa y todo en mi vida se reinicia. Vuelvo a la normalidad por unas horas: cocinarle a Ana, hacer la tarea juntas y acostarla temprano. Ella salta en la cama, corre desnuda y se ríe hasta las doce de la noche. Después me agarra de la mano y se duerme.
Pongo a lavar la ropa y me quedo despierta hasta tarde. El comedor me observa mientras hago las cuentas del mes. Cobrar de manera irregular me obliga a ser cuidadosa y calcular los gastos lo mejor posible. Desparramo todos los papeles sobre la mesa y analizo. Con el adelanto de la semana pasada ya tengo programadas las vacaciones con Ana y una amiga, nos vamos al sur. Algún día viviremos allá del alquiler de cabañas.
El lavarropas pierde agua de nuevo, voy a tener que comprar otro. Se rebalsa el lavadero, la vecina de abajo se queja porque se le arruina el cielorraso y encima no se me lavan bien las camisas. El perfume del suavizante inunda el departamento y la espuma avanza hasta donde estoy sentada. La miro correr, esconderse entre los muebles, mojando todo a su paso.
Mañana va a ser un día largo. Tengo que viajar hasta Los Sauces, un country en Colonia del Sacramento. Esta vez, es un tipo joven de 40 años, socio en una empresa de seguros. Googleo un poco su vida, le reviso el Facebook y otras redes sociales. No es necesario, pero lo hago por cábala.
Miro sus fotos y descubro con asombro que es igual a Miguel, mi primer encargo. Después de él, no le permito a nadie mirarme a los ojos, directamente les disparo en la nuca. Pero la primera vez me dio intriga, grave error, me miró y dudé. Me hizo acordar al padre de Ana, pero apreté el gatillo igual. Casi una profesional me dijo mi jefa y conseguí el trabajo. Ana cree que soy contadora.
Busco rock platense en internet, bajo el volumen y me descalzo. Tengo que secar el parqué y aprovecho a trapear. Me gusta que quede todo limpio antes de irme a dormir, es como purificar el ambiente. Afuera empieza a llover despacio, me sirvo un vaso de agua y rompo un blíster. Me acuesto vestida, como todas las noches, ojalá que hoy pueda descansar un poco.
El viento empieza a soplar, arrastrando la mugre de la calle, los papeles podridos, los olores a muerte. Se escuchan las latas rodar y amontonarse en una esquina. Las ráfagas que golpean las ventanas también patean la puerta de entrada, una, dos veces, tres. Finalmente se abre. Entran a los gritos, insultando, haciendo un escándalo. Ana, tengo que ir a buscarla. No logro reaccionar a tiempo, no puedo moverme. Las cadenas son inmensas, tan pesadas que no consigo levantar mis brazos, ni mis piernas. Grito su nombre, lo aúllo, le digo que corra, que se esconda. Me agarran entre cuatro canas y me putean, una lluvia de puños me golpea el vientre, la cara. Atravieso puertas cerradas, a la rastra, en soledad y envuelta en violencia. Ya siento la distancia, la tortura, la calle y las luces de la vereda. En la entrada del edificio están todos los vecinos, fijos como cuadros colgados en las paredes y en los postes. Detrás quedan las puertas cerradas y yo que me alejo, en realidad me alejan, de Ana, de mí. Me retienen, forcejeo, grito, pateo, me sacudo todo el cuerpo. Me desgajan. Desocupan mi lugar. Ya sabía que cuando llegan hasta tu casa es demasiado tarde.

Amanezco enroscada entre las sábanas y toda transpirada, faltan cinco minutos para que suene la alarma. Camino en pantuflas hasta la cocina, le preparo el desayuno a Ana mientras escucho las noticias de la radio. Me encanta despertarla con un beso y mimos. Cuando llegue Flor aprovecharé para irme sin que me vea; el barco sale a las nueve y cuarto.
Una vez en la cubierta me prendo un pucho y disfruto del viento en la cara. Cerca mío una parejita se saca fotos, primero selfies y después con la otra cámara del celular. Me ofrecería a ayudarlos, pero no, mejor mirarlos con discreción.
En el casco histórico alquilo un carrito de golf para llegar hasta el barrio Los Sauces. Voy despacio, aprovecho el paseo. Qué linda es Colonia, lástima el nombre... Hoy me tocó un día soleado, una linda zona. Se ven amplios ventanales sin rejas, todo muy tranquilo.

Parece que al fulano le gusta el reguetón. Al ritmo de Sin Pijama, me deslizo entre los muebles, atravesando un ambiente y luego otro. Me manejo como en mi casa, si hubiera algo rico, no dudaría en comérmelo.
De pronto, no solo es mi cuerpo el que se mueve con la música. Hay una sombra que me duplica. En esta misma habitación él me da la espalda y mira de frente a un gran ventanal manchado de nubes. Una silueta, un par de caderas y brazos sueltos, baila para mí con el torso semi desnudo. Se cortó el pelo y lo tiene mojado, me costó reconocerlo. Baby hoy no vamo’ a dormir intimida Becky G desde los parlantes. Me causa gracia. En otra situación, un boliche o un bar, bien distinta sería la historia.
La verdad es que nunca maté a nadie haciendo un striptease inverso, se está poniendo una camisa blanca. Sería una forra si no lo dejara terminar. Me convenzo y me siento en un sillón a disfrutar del show. A mi lado, sobre una pequeña mesa de vidrio, hay un cenicero rojo y un pucho encendido pero abandonado. Me fumo el pucho ajeno.
Entre las volutas de humo observo al don juan como saborea su cuerpo. Roza con la yema de sus dedos la piel sin ropa que de a poco va cubriendo, mueve sus hombros y se toca el pelo.
De pronto el tipo se revisa el brazo derecho en un rayo de sol. Se debe haber encontrado un pelo encarnado o algo por el estilo. Aprovecho que está entretenido, apago el pucho y me lo guardo. Es mi momento. A una distancia prudente pero certera, le apunto. Pero no lo logro. Un golpe en la cabeza me tira al suelo y el disparo se desvía a su hombro. Me encuentro forcejeando con un pibe, un adolescente. Su cara me resulta conocida. Tiene rulos y está endemoniado. Me da una trompada en las costillas. Otra más. Antes de la tercera lo agarro del cuello, aprieto fuerte, lo asfixio. Se pone rojo, bordo, más bordó y desencajado. Logro que se desmaye. Lo apoyo en el suelo y busco al empresario que se quedó quieto al pie del ventanal. Ahí sentado, se desangra. Tiene el celular en una mano y la otra le cuelga adormecida, a un costado. Me le acerco y agachada en cuclillas, lo observo. Los mismos rulos que el pendejo, se los corro de la frente con el caño. Entonces serán dos, pienso. Cuando me empieza a amenazar y a putearme, le hundo el revolver en el agujero derecho de la nariz y le disparo.
Ya me podría ir a casa si no fuera por el pibe… Sigue desmayado. Doy vueltas alrededor de su cuerpo. Estúpido, le digo en voz baja mientras pienso. Qué hago con este boludo. Afuera hay una obra en construcción. Es una posibilidad… Pero en realidad, no es mi problema. La empresa se tiene que hacer cargo cuando algo no sale como se planea, ahora es responsabilidad de ellos. Ya son las tres de la tarde, no voy a perder más tiempo. Estreno mi par de guantes de neoprene y lo giro boca abajo en el piso. Apunto a la nuca, aprieto el gatillo y termino mi jornada laboral.

Vuelvo a casa justo para comprar medialunas y pasar a buscar a Ana por la escuela. Después de merendar me interno en el baño, mi hija ya conoce el ritual.
A veces necesito que el agua me pegue más fuerte, como una catarata en la espalda. En esos días, la presión tiene que arrastrar demasiados hechos, recuerdos e ideas. Hoy por ejemplo, se lleva las últimas cuotas del préstamo, a la vecina de abajo con sus reclamos y al cenicero rojo. Ese tan parecido al de mi viejo, que solo me trae malos recuerdos. El mismo que le ofrecía a sus amigotes, personas como Gimenez y su mundo perdido.
Desde donde estoy sentada, con el culo sobre la losa de la bañera, tengo una vista privilegiada: miles de puntos de humedad forman galaxias en el techo y musgo en la cortina de plástico. Las observo a través de una mínima lluvia que hierve y se transforma en nubes sin escape. En mi baño de un metro cuadrado no hay ventanas, igual me gusta quedarme un rato largo, buscar figuras y mensajes ocultos en las paredes.
Sí, el departamento se cae a cachos, pero no desde que lo heredé, sino desde antes. Las marcas que dejaron los puchos encendidos sobre el borde de la bañera son un registro de esa época donde nada importaba más que la guita y las deudas. Se viene abajo desde aquellos días en que Gimenez le ofrecía negocios a mi viejo. Aquellos que le explicaba con su dentadura amarilla y su aliento a mierda. 
Y no pienso ponerle un peso eh, son solo cuatro paredes como uñas afiladas que se me clavan en la espalda. Ansío la hora de venderlo rápido y sacármelo de encima. El sur está tan cerca… Por suerte Gimenez no duró mucho, al menos su duración no fue proporcional al daño que le hizo a mi familia. No me importaba ir presa en ese momento. Pero dicen que no hay mal que por bien no venga y fue en esas circunstancias que conocí a Silvia, mi jefa, a quién le había hecho un favor sin querer y por anticipado. 
Salgo envuelta en toalla y toallón y con la cara colorada. Cuando llego al living me quedo quieta ante el sonido de su voz: Se me cayó, pero yo te ayudo, Má… me dice Anita, mientras limpia con un repasador el jugo de naranja que se le volcó en el piso. Se me escapa una sonrisa y la observo crecer.