Mermelada

La noche que me citaste en el bar de la esquina, comprendí que ya no podíamos ser más nada. El bar se usaba para cosas serias. Y la verdad es que no podíamos seguir haciéndonos las boludas o fingir demencia. Tus finos labios hablaron.
Estamos en cualquiera.
Si, hace rato. Cada una en la suya.
¿Y qué hacemos con Merme?
No tengo idea.
A Mermelada la rescatamos de Plaza Francia. Vos me comentabas algo sobre el profesor de Instalaciones, un forro. Yo miraba tus ojos con detenimiento. La cercanía me permitió descubrir que tenías tres manchas negras en el izquierdo. Ese ojo almendrado que me hipnotizaba y no me permitían encararte. Las puntas del pelo rosadas te habían quedado fantásticas. Me sentí orgullosa.
En eso vimos correr a la gata. Blanca y negra, rápida. Inflada. Todo el tiempo estaba inflada y peluda. La perseguimos entre la gente, la seducimos con restos de comida adentro de un tupper.
Te la llevaste a tu depto. Todavía no vivíamos juntas pero estaba en los planes. Mis visitas se volvieron recurrentes y de pronto se convirtieron en mi hogar.
Vos, Mermelada y yo. Mi hogar temporal que llegó a su fin en el bar de la esquina.
Los amores deberían venir con un contrato, una fecha de vencimiento que te obligue a disfrutar al máximo y no estirarla al pedo.
Daba un poco de nostalgia la situación. Te agarré la mano en el centro de la mesa, mis pulseras hicieron ruido al apoyarse. Permanecimos así un rato. En silencio, vos desviaste la mirada por la ventana. Siempre te gustó ver el frío en la vereda. Cuando giraste la cara, vi esos pelos locos cayendo sobre tus ojos y supe que los iba a extrañar un montón.
Si te parece, me la quedo yo y la podes venir a visitar cuando quieras.
Acepté.
Acordamos que yo me llevaría mi lavarropas. Que la lámpara horrible de mi tía finalmente se dejaría en la vereda. Tiramos chistes sobre posibles escenarios futuros. Vos yendo a vivir a Barcelona como siempre amagaste. Yo descargando happn. Nos reímos.
Te imaginé acariciando a Merme entre tus papeles, panza para arriba, suave, gorda. En otro lugar, estaría yo. Tijeras en mano, conociendo una cabellera, pensando en cómo resaltar su belleza.
Pagamos el café. En la vereda nos abrazamos y observé tu espalda hasta que te perdí entre la gente. Me prendí un pucho y me fui a caminar por el parque.